Madrugar sin quererlo, y
estar agradecida por ello al cuerpo después de sentarme en el sillón, al lado
de la ventana, mientras el aire frío y húmedo contrasta con el sol sobre mi piel. Con el café con leche en
la mano, divagando sobre cosas tan insignificantes como la elección del color
de mi pintauñas y con las únicas ganas esperanzadas de que no desaparezca a
mitad de semana. El esmalte suele durarme poco, lo confieso. Siendo de la marca
que sea, siempre acaba dejando desnudas mis uñas a los tres días; y todo por culpa mía. Como en todo.
La mayoría de las veces ocurre que, de los
nervios, tiendo a pagarlo todo con mis manos. Cuando estudio, me dedico a
levantarme el color de una uña a otra. Pero por mi parte, ya es rutina, cuando
aparecen unos pocos nervios, me quedo sin color de uñas. Pero después de
decidir, tan temprano, que mis uñas serán negras como siempre, para dejar marca en
cualquier espalda que arañe, estoy atando cabos y con ellos el lazo de mi
pijama azul, llegando a un par de conclusiones desde mi mar abierto. Ya sabes,
complicándome las mañanas, como siempre.
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