martes, 17 de julio de 2012

Nunca llevo el corazón encima por si me lo quitan.


Madrugar sin quererlo, y estar agradecida por ello al cuerpo después de sentarme en el sillón, al lado de la ventana, mientras el aire frío y húmedo contrasta con el sol sobre mi piel. Con el café con leche en la mano, divagando sobre cosas tan insignificantes como la elección del color de mi pintauñas y con las únicas ganas esperanzadas de que no desaparezca a mitad de semana. El esmalte suele durarme poco, lo confieso. Siendo de la marca que sea, siempre acaba dejando desnudas mis uñas a los tres días; y todo por culpa mía. Como en todo.
La mayoría de las veces ocurre que, de los nervios, tiendo a pagarlo todo con mis manos. Cuando estudio, me dedico a levantarme el color de una uña a otra. Pero por mi parte, ya es rutina, cuando aparecen unos pocos nervios, me quedo sin color de uñas. Pero después de decidir, tan temprano, que mis uñas serán negras como siempre, para dejar marca en cualquier espalda que arañe, estoy atando cabos y con ellos el lazo de mi pijama azul, llegando a un par de conclusiones desde mi mar abierto. Ya sabes, complicándome las mañanas, como siempre.

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